sábado, 13 de abril de 2013

Había una vez...



Había una vez, en un lugar remoto, una bella doncella que había crecido en una familia humilde. La bella muchacha fue educada en casa para que no se mezclara con los varones que, según insistían sus amorosos padre y madre, eran la perdición para una chica de su edad.

Los domingos se vestía con sus mejores trajes y, acompañada por su madre, asistía al servicio dominical de la iglesia de la región.


De sus tutores aprendía sobre los personajes más importantes de la historia del lugar y cuál es el rol que debe ocupar una mujer dentro de la comunidad.


Cierto día, la bella muchacha conoció a un apuesto caballero de quién se enamoró perdidamente. El joven le exigía constantemente que le demostrara su amor relacionándose íntimamente con él, pero ella no aprobaba tales prácticas. Creía férreamente en los principios inculcados por su familia, su congregación y sus mentores. Estaba convencida que la virtud de una muchacha está en la virginidad más pura hasta el sagrado matrimonio. Los embarazos de mujeres sin esposo eran, para ella, cosa de “perdidas” sin moral alguna. Aspiraba y sostenía que tendría los hijos que Dios quisiera darle y siempre dentro de un matrimonio bien constituido y feliz. Siempre decía que jamás tendría un hijo de hombre alguno sin antes tomar los votos sacramentales del matrimonio.


Este joven de familia adinerada un día se cansó de la espera. Fue así como una tarde de otoño el joven apuesto de buena familia esperó a la dulce doncella a la salida de la iglesia. Estaba acompañado por dos sujetos más, todos ellos hijos de los más respetables magistrados de la ciudad.


La muchacha salió del catecismo y caminó por la oscura acera en dirección a su casa. En la siguiente esquina fue interceptada por su joven prometido. Se saludaron sin tocarse siquiera. Él le pidió a ella que al menos le dejara besar sus hermosos labios rosados. Ella se opuso absolutamente, entonces el joven la tomó de los brazos y la condujo al interior de un callejón intransitable, donde los esperaban los otros dos hombres que estaban con él. Una vez allí, los hombres le quitaron la ropa haciéndola jirones y la poseyeron tantas veces cómo quisieron. Una vez terminada su faena, los tres jóvenes dejaron a la muchacha tendida en el suelo, vulnerada, inconsciente, profana.


El padre de la joven, desesperado al ver que su única hija no volvía a casa, salió en su búsqueda. La encontró con las primeras luces del día, desnuda, ultrajada, herida como una perra moribunda.


Grande fue la sorpresa al enterarse que aquella tierna e inocente niña llevaba en su cuerpo el fruto de ese abuso impúdico. Comenzó a odiar su vientre y su vida. Deseaba arrancarse esa consecuencia aciaga de su ser, pero no podía hacerlo.


Su padre constantemente se preguntó si su hija no habría provocado esa desgracia. Ese era el argumento que blandían los jóvenes bandidos que habían desflorado a la bella joven en todos los sentidos posibles.


Desacreditada por sus mentores, humillada por su congregación e ignorada por su familia, la joven que un día soñaba con un esposo bueno, los hijos que pudiera tener y una vida plena de amor, decidió extirpar de su cuerpo a ese fruto del horror. Lo había planeado todo. Iría con la partera del pueblo, ella se encargaría de aquel aborrecido ser que crecía en su interior y luego escaparía lejos, a un lugar donde nadie supiera quién es y lo que habían hecho con ella. Pero el destino que es a veces el peor enemigo se encargó de frustrar aquellos planes de libertad y la mujer que perdió su juventud, belleza y castidad aquella noche de otoño, fue encarcelada.


Una mañana el pueblo supo que la condenada muchacha había alcanzado su tan ansiada libertad en el momento en que pasaba su cortejo en dirección al cementerio. Su único legado fue una soga que pendía del techo de su prisión y una nota que decía: “Señor: me defraudaste dándome un destino adverso, pero yo supe torcer el camino. Mi conciencia está en paz”.