Había una vez, en un lugar
remoto, una bella doncella que había crecido en una familia humilde. La bella
muchacha fue educada en casa para que no se mezclara con los varones que, según
insistían sus amorosos padre y madre, eran la perdición para una chica de su edad.
Los domingos se vestía con sus
mejores trajes y, acompañada por su madre, asistía al servicio dominical de la
iglesia de la región.
De sus tutores aprendía sobre los
personajes más importantes de la historia del lugar y cuál es el rol que debe
ocupar una mujer dentro de la comunidad.
Cierto día, la bella muchacha
conoció a un apuesto caballero de quién se enamoró perdidamente. El joven le
exigía constantemente que le demostrara su amor relacionándose íntimamente con
él, pero ella no aprobaba tales prácticas. Creía férreamente en los principios
inculcados por su familia, su congregación y sus mentores. Estaba convencida
que la virtud de una muchacha está en la virginidad más pura hasta el sagrado
matrimonio. Los embarazos de mujeres sin esposo eran, para ella, cosa de “perdidas”
sin moral alguna. Aspiraba y sostenía que tendría los hijos que Dios quisiera
darle y siempre dentro de un matrimonio bien constituido y feliz. Siempre decía
que jamás tendría un hijo de hombre alguno sin antes tomar los votos
sacramentales del matrimonio.
Este joven de familia adinerada
un día se cansó de la espera. Fue así como una tarde de otoño el joven apuesto
de buena familia esperó a la dulce doncella a la salida de la iglesia. Estaba acompañado
por dos sujetos más, todos ellos hijos de los más respetables magistrados de la
ciudad.
La muchacha salió del catecismo y
caminó por la oscura acera en dirección a su casa. En la siguiente esquina fue
interceptada por su joven prometido. Se saludaron sin tocarse siquiera. Él le
pidió a ella que al menos le dejara besar sus hermosos labios rosados. Ella se
opuso absolutamente, entonces el joven la tomó de los brazos y la condujo al
interior de un callejón intransitable, donde los esperaban los otros dos
hombres que estaban con él. Una vez allí, los hombres le quitaron la ropa
haciéndola jirones y la poseyeron tantas veces cómo quisieron. Una vez
terminada su faena, los tres jóvenes dejaron a la muchacha tendida en el suelo,
vulnerada, inconsciente, profana.
El padre de la joven, desesperado
al ver que su única hija no volvía a casa, salió en su búsqueda. La encontró
con las primeras luces del día, desnuda, ultrajada, herida como una perra
moribunda.
Grande fue la sorpresa al
enterarse que aquella tierna e inocente niña llevaba en su cuerpo el fruto de
ese abuso impúdico. Comenzó a odiar su vientre y su vida. Deseaba arrancarse esa
consecuencia aciaga de su ser, pero no podía hacerlo.
Su padre constantemente se
preguntó si su hija no habría provocado esa desgracia. Ese era el argumento que
blandían los jóvenes bandidos que habían desflorado a la bella joven en todos
los sentidos posibles.
Desacreditada por sus mentores,
humillada por su congregación e ignorada por su familia, la joven que un día
soñaba con un esposo bueno, los hijos que pudiera tener y una vida plena de
amor, decidió extirpar de su cuerpo a ese fruto del horror. Lo había planeado
todo. Iría con la partera del pueblo, ella se encargaría de aquel aborrecido
ser que crecía en su interior y luego escaparía lejos, a un lugar donde nadie
supiera quién es y lo que habían hecho con ella. Pero el destino que es a veces
el peor enemigo se encargó de frustrar aquellos planes de libertad y la mujer
que perdió su juventud, belleza y castidad aquella noche de otoño, fue
encarcelada.
Una mañana el pueblo supo que la condenada
muchacha había alcanzado su tan ansiada libertad en el momento en que pasaba su
cortejo en dirección al cementerio. Su único legado fue una soga que pendía del
techo de su prisión y una nota que decía: “Señor: me defraudaste dándome un
destino adverso, pero yo supe torcer el camino. Mi conciencia está en paz”.
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