América Latina tiene algunas de las leyes más restrictivas del mundo respecto del aborto. Pero, por primera vez en la historia, una mujer tiene en sus manos la posibilidad de iniciar el cambio.
Apenas 15 años atrás, el Gobierno peronista de Argentina era uno de los principales aliados políticos del Vaticano en su cruzada contra el aborto. Ahora, con un nuevo Gobierno peronista, todo ha cambiado.
El Parlamento argentino comenzará a tratar el asunto el mes próximo. El proyecto de ley que ha logrado mayor consenso -lo firman 250 organizaciones de mujeres y 50 legisladores- es claro y sencillo: propone que toda mujer podrá interrumpir su embarazo, si lo desea, hasta la semana 12 de gestación y más adelante si corre riesgo su salud o su vida, si fue violada, o si el feto tiene malformaciones graves.
El proyecto más conservador -que no tiene el mismo consenso pero es impulsado por el presidente de la comisión que discutirá el tema- pretende solo agregar una coma en el artículo vigente del Código Penal que estipula que la interrupción del embarazo está permitida si este "proviene de una violación o de un atentado al pudor cometido sobre una mujer idiota o demente". Sin la coma, se interpreta que solo puede abortar una mujer idiota o demente que, además, haya sido violada. Con la coma, no se pedirá a esta última el prerrequisito de la idiotez. (La otra excepción aceptada es que la mujer corra un grave riesgo para su salud).
En principio, parece no existir razón para que no se apruebe el primer proyecto. La realidad ha sobrepasado hace tiempo la letra muerta de la vieja ley. Medio millón de mujeres, aproximadamente, aborta cada año en Argentina. Unas 3.000 han muerto por complicaciones desde 1983, cuando comenzó la democracia, y otras miles sufren secuelas.
Como en otros países de América Latina, en Argentina el aborto es una cuestión de clase: solo las mujeres sin recursos arriesgan vida y salud. Las excepciones actuales son hipócritas: todas estas mujeres corren riesgos y si la demente violada del Código Penal no puede costear una clínica privada, tiene que enfrentarse al temor de los médicos, que reclaman, para cubrirse, la venia previa de un juez, que siempre tarda demasiado en fallar.
La opinión pública tampoco es un obstáculo. Las encuestas revelan que entre un 43 y un 60% de la población está en contra de que la ley castigue a las mujeres que abortan. Un obispo admitió tácitamente que la mayoría desea el cambio: "Las leyes", protestó, "no pueden basarse solo en el consenso".
La Iglesia católica es, como en el resto del continente, la principal oposición. Pero la jerarquía eclesiástica argentina atraviesa el punto más bajo de su historia. El expresidente Néstor Kirchner le propinó la mayor derrota con la aprobación de la ley de matrimonio igualitario, que habilitó el casamiento entre personas del mismo sexo. Las amenazas de excomunión no sirvieron de nada: los impulsores de la ley obtuvieron éxitos arrolladores en las últimas elecciones.
En estos días, además, se debate en el Senado una ley de muerte digna, otra medida que la Iglesia rechaza. Que se discuta la eutanasia y no haya escándalo alguno es otra señal de que la sociedad argentina está más avanzada que la legislación en estos temas.
Pese a este panorama favorable, los legisladores que impulsan la nueva ley no parecen convencidos de lograr siquiera que se discuta en sesión plenaria del Parlamento.
¿Por qué?
Si uno les pregunta, responden como analistas: solo habrá ley cuando la presión social lo imponga; no hay un movimiento social fuerte que sirva como interlocutor; la comunidad gay argentina fue muy hábil y actuó en conjunto, pero las organizaciones de mujeres tienen 250 portavoces y casi tantos puntos de vista, etcétera, etcétera.
La verdadera razón es muy sencilla: los políticos tienen miedo. Necesitan fingir que una pistola les apunta a la cabeza para atreverse a un cambio.
La política argentina vive una dramática falta de liderazgos. El Congreso, en teoría dominado por las fuerzas de oposición, no ha logrado sancionar una sola ley significativa en lo que va del año. Los opositores saben que no tienen oportunidades de éxito en las elecciones presidenciales de octubre: marchan hacia una masacre. Los partidos están huérfanos y las organizaciones sociales lucen débiles. Solo hay una fuente de poder: el Gobierno.
Durante el tratamiento de la ley de matrimonio igualitario, el año pasado, fue el expresidente Kirchner quien esgrimió la pistola sobre la cabeza de los timoratos legisladores. Tras la victoria, Kirchner comentó a dirigentes de su partido que en su siguiente mandato, que esperaba conseguir este octubre, impulsaría la despenalización del aborto. Murió un año antes de ese triunfo. Toca a su viuda, la presidenta Cristina Kirchner, ganadora con el 50% de los votos en las primarias de agosto (se espera que iguale o supere este resultado en las presidenciales), cumplir esta promesa.
¿Lo hará?
Algunos elementos podrían indicarlo. La presidenta ha hecho saber que en su segundo y último mandato aspira a dejar un legado que supere las luchas facciosas de los últimos años. El lugar de la Argentina en la región y su propia proyección internacional le importan mucho. Cuando Argentina aprobó la ley de matrimonio igualitario, aceleró el debate en Colombia, México, Uruguay, Brasil, Chile, Perú y Paraguay. Lo mismo podría ocurrir con la ley de despenalización del aborto, que solo existe en Cuba y el DF mexicano.
Pero la presidenta no ha enviado aún señales definitivas. En su reciente biografía autorizada mantuvo la ambivalencia: "Yo no estoy de acuerdo con el aborto, pero no digo que tengo razón". Algunas feministas vieron allí un guiño. Su marido, antes de morir, decía que para ella el tema era conflictivo en términos personales: en su juventud había perdido, en forma traumática, un embarazo avanzado. Según el difunto expresidente, ella no alentaría una ley, pero tampoco se opondría.
Eso no es suficiente. En estos ocho años en el poder, más allá de las críticas, los Kirchner han saldado varias deudas pendientes de la democracia: el juicio a los crímenes de la dictadura, el aumento histórico en las jubilaciones, la ley de matrimonio igualitario, la designación de una Corte Suprema de Justicia independiente y, más reciente, la ampliación de la Asignación Universal por Hijo para que incluya a las embarazadas a partir del tercer mes de gestación (hasta ahora, el subsidio solo tocaba a familias con hijos ya nacidos).
Al anunciar esta última medida, Cristina Kirchner afirmó: "La evolución de la mortalidad materna, que tiene que ver siempre con la injusticia social, sigue siendo el gran separador y negador de derechos". El aborto es la primera causa de mortalidad materna en Argentina. Si la presidenta cree en lo que dice, impulsar la despenalización del aborto debe ser su próxima tarea.
Apenas 15 años atrás, el Gobierno peronista de Argentina era uno de los principales aliados políticos del Vaticano en su cruzada contra el aborto. Ahora, con un nuevo Gobierno peronista, todo ha cambiado.
El Parlamento argentino comenzará a tratar el asunto el mes próximo. El proyecto de ley que ha logrado mayor consenso -lo firman 250 organizaciones de mujeres y 50 legisladores- es claro y sencillo: propone que toda mujer podrá interrumpir su embarazo, si lo desea, hasta la semana 12 de gestación y más adelante si corre riesgo su salud o su vida, si fue violada, o si el feto tiene malformaciones graves.
El proyecto más conservador -que no tiene el mismo consenso pero es impulsado por el presidente de la comisión que discutirá el tema- pretende solo agregar una coma en el artículo vigente del Código Penal que estipula que la interrupción del embarazo está permitida si este "proviene de una violación o de un atentado al pudor cometido sobre una mujer idiota o demente". Sin la coma, se interpreta que solo puede abortar una mujer idiota o demente que, además, haya sido violada. Con la coma, no se pedirá a esta última el prerrequisito de la idiotez. (La otra excepción aceptada es que la mujer corra un grave riesgo para su salud).
En principio, parece no existir razón para que no se apruebe el primer proyecto. La realidad ha sobrepasado hace tiempo la letra muerta de la vieja ley. Medio millón de mujeres, aproximadamente, aborta cada año en Argentina. Unas 3.000 han muerto por complicaciones desde 1983, cuando comenzó la democracia, y otras miles sufren secuelas.
Como en otros países de América Latina, en Argentina el aborto es una cuestión de clase: solo las mujeres sin recursos arriesgan vida y salud. Las excepciones actuales son hipócritas: todas estas mujeres corren riesgos y si la demente violada del Código Penal no puede costear una clínica privada, tiene que enfrentarse al temor de los médicos, que reclaman, para cubrirse, la venia previa de un juez, que siempre tarda demasiado en fallar.
La opinión pública tampoco es un obstáculo. Las encuestas revelan que entre un 43 y un 60% de la población está en contra de que la ley castigue a las mujeres que abortan. Un obispo admitió tácitamente que la mayoría desea el cambio: "Las leyes", protestó, "no pueden basarse solo en el consenso".
La Iglesia católica es, como en el resto del continente, la principal oposición. Pero la jerarquía eclesiástica argentina atraviesa el punto más bajo de su historia. El expresidente Néstor Kirchner le propinó la mayor derrota con la aprobación de la ley de matrimonio igualitario, que habilitó el casamiento entre personas del mismo sexo. Las amenazas de excomunión no sirvieron de nada: los impulsores de la ley obtuvieron éxitos arrolladores en las últimas elecciones.
En estos días, además, se debate en el Senado una ley de muerte digna, otra medida que la Iglesia rechaza. Que se discuta la eutanasia y no haya escándalo alguno es otra señal de que la sociedad argentina está más avanzada que la legislación en estos temas.
Pese a este panorama favorable, los legisladores que impulsan la nueva ley no parecen convencidos de lograr siquiera que se discuta en sesión plenaria del Parlamento.
¿Por qué?
Si uno les pregunta, responden como analistas: solo habrá ley cuando la presión social lo imponga; no hay un movimiento social fuerte que sirva como interlocutor; la comunidad gay argentina fue muy hábil y actuó en conjunto, pero las organizaciones de mujeres tienen 250 portavoces y casi tantos puntos de vista, etcétera, etcétera.
La verdadera razón es muy sencilla: los políticos tienen miedo. Necesitan fingir que una pistola les apunta a la cabeza para atreverse a un cambio.
La política argentina vive una dramática falta de liderazgos. El Congreso, en teoría dominado por las fuerzas de oposición, no ha logrado sancionar una sola ley significativa en lo que va del año. Los opositores saben que no tienen oportunidades de éxito en las elecciones presidenciales de octubre: marchan hacia una masacre. Los partidos están huérfanos y las organizaciones sociales lucen débiles. Solo hay una fuente de poder: el Gobierno.
Durante el tratamiento de la ley de matrimonio igualitario, el año pasado, fue el expresidente Kirchner quien esgrimió la pistola sobre la cabeza de los timoratos legisladores. Tras la victoria, Kirchner comentó a dirigentes de su partido que en su siguiente mandato, que esperaba conseguir este octubre, impulsaría la despenalización del aborto. Murió un año antes de ese triunfo. Toca a su viuda, la presidenta Cristina Kirchner, ganadora con el 50% de los votos en las primarias de agosto (se espera que iguale o supere este resultado en las presidenciales), cumplir esta promesa.
¿Lo hará?
Algunos elementos podrían indicarlo. La presidenta ha hecho saber que en su segundo y último mandato aspira a dejar un legado que supere las luchas facciosas de los últimos años. El lugar de la Argentina en la región y su propia proyección internacional le importan mucho. Cuando Argentina aprobó la ley de matrimonio igualitario, aceleró el debate en Colombia, México, Uruguay, Brasil, Chile, Perú y Paraguay. Lo mismo podría ocurrir con la ley de despenalización del aborto, que solo existe en Cuba y el DF mexicano.
Pero la presidenta no ha enviado aún señales definitivas. En su reciente biografía autorizada mantuvo la ambivalencia: "Yo no estoy de acuerdo con el aborto, pero no digo que tengo razón". Algunas feministas vieron allí un guiño. Su marido, antes de morir, decía que para ella el tema era conflictivo en términos personales: en su juventud había perdido, en forma traumática, un embarazo avanzado. Según el difunto expresidente, ella no alentaría una ley, pero tampoco se opondría.
Eso no es suficiente. En estos ocho años en el poder, más allá de las críticas, los Kirchner han saldado varias deudas pendientes de la democracia: el juicio a los crímenes de la dictadura, el aumento histórico en las jubilaciones, la ley de matrimonio igualitario, la designación de una Corte Suprema de Justicia independiente y, más reciente, la ampliación de la Asignación Universal por Hijo para que incluya a las embarazadas a partir del tercer mes de gestación (hasta ahora, el subsidio solo tocaba a familias con hijos ya nacidos).
Al anunciar esta última medida, Cristina Kirchner afirmó: "La evolución de la mortalidad materna, que tiene que ver siempre con la injusticia social, sigue siendo el gran separador y negador de derechos". El aborto es la primera causa de mortalidad materna en Argentina. Si la presidenta cree en lo que dice, impulsar la despenalización del aborto debe ser su próxima tarea.
"Graciela Mochkofsky es periodista y escritora argentina"
Fuentes: El País